Hace unos meses una gata se incorporó a nuestra rutina doméstica. Una noche de primavera un macho le mordió el cuello y la preñó. El parto se produjo en una caja de ropa de esa que no te pones por ajada, pero que te sigue gustando. Seis gatos alumbró, cuatro de ellos ciegos, (el veterinario acabó con ellos, yo los enterré en una ceremonia de rezo, reflexión y conciliación con la muerte necesaria), dos sobrevivieron, uno tuvo un accidente con mis 100 kilos de peso, mientras agonizaba pensé en la capacidad del ser humano para matar, para que no sufriera el pisotón azaroso le golpeé con una pala salpicandomé la sangre en la cara, me sentí asesino, el dolor de su muerte me dió pena, dolor y poder. Sobrevivé una cria de los seis, lo veo a todas horas por los tejados, suplicando a su madre que lo baje. Ella permanece iperterrita y deja a su hijo que se equivoque, que se caiga del tejado, que aprenda de su error, que evolucioné a su manera.
Los humanos hemos perdido esa enseñanza vital hacia nuestros descendientes. Inventamos escuelas para enseñarlos a perpetuar un sistema que hace aguas. La gata me enseña como criar a mis hijos, cuando tengo dudas la observo y la imito. Soy el asesino de sus cachorros y sin embargo me quiere, me respeta y me enseña.